Daniel Asuaje: Modelar el mundo errando
Nuestros ancestros tuvieron que arreglárselas para prosperar en un entorno hostil donde competían rudamente por los frutos de los árboles
Opinión.- La realidad es más extensa que nuestra capacidad biológica para capturar, memorizar y procesar sus datos; más incierta que nuestras habilidades predictivas, más compleja que nuestras capacidades perceptuales y más azarosa que nuestra comprensión inicial. Vivimos en un mundo que desborda nuestras herramientas cognitivas y, sin embargo, hemos sobrevivido.
Nuestros ancestros tuvieron que arreglárselas para prosperar en un entorno hostil donde competían rudamente por los frutos de los árboles, evolucionaban hacia la ingesta de proteínas animales —primero de los despojos, luego mediante la caza y la pesca— y memorizaban los ciclos estacionales de las plantas, las lluvias y las migraciones de los animales de presa. Todo esto para anticipar las mejores oportunidades y aprovecharlas antes que sus competidores.
La respuesta evolutiva fue el desarrollo de un cerebro superior capaz de detectar patrones, predecir el comportamiento de lo comestible y de los competidores, fabricar herramientas para crear su realidad, lenguaje como reservorio y transmisor de conocimiento y generar cultura como contenedor de sentidos y significados. Pero, sobre todo, desarrollar un cerebro dotado de extraordinaria plasticidad.
La plasticidad cerebral —entendida como capacidad de adaptación evolutiva— nos permitió desarrollar flexibilidad ambiental, social, alimentaria, conductual, cognitiva, emocional y cultural. Nuestra ansiedad ante el caos y la incertidumbre nos hizo creativos y nos llevó a construir una tecnología mental capaz de ordenar nuestro entorno: darle nombre a las cosas, establecer sus relaciones y atribuirle dinámicas. Las metáforas no son sólo cuestiones de lenguaje, sino de pensamiento, advierte Lakoff, y en ellas se cifran nuestras formas de entender lo que nos rodea. Así logramos modelarlo a nuestra semejanza, deseos y aspiraciones.
Aprendimos a simbolizar y, de esta manera, creamos modelos como mapas de realidad, palabras como metáforas, religiones, filosofía e ideologías como caminos para encontrar el sentido de la vida; historias y narraciones no solo como memoria del pasado, sino como pilar de la identidad; dimensión de quién soy, qué soy y con quiénes lo soy, herramientas para forjar nuestro espacio, valores y símbolos.
De los errores y la repetición hemos aprendido que son la fuente real de la sabiduría, del lenguaje, la tradición, los rituales, las normas y muchas otras prescripciones que usamos para crear y asegurar el orden personal y colectivo. En estos tiempos, muchos ya comprenden que el planeta no es una arcilla que acepta todo tipo de modelado. Estamos a punto de conquistar la eternidad al vencer a la muerte y explorar otros planetas.
Cuando los europeos conquistaron el Nuevo Mundo, lo poblaron de nombres que dieron a ciudades y territorios con denominaciones tomadas de sus tierras de origen, anteponiéndoles el vocablo “nuevo”: así nacieron Nueva Segovia, Nueva Andalucía, Nueva Granada, y al conjunto total lo llamaron Nuevo Mundo. Era su modo de hacer familiar lo extraño y de recrear lo conocido en lo desconocido.
Estos errores y aciertos seguramente los repetiremos en la conquista de otros mundos y posiblemente en el futuro haya guerras de independencia en nombre del “principio de autodeterminación de los planetas”.
El otro modo de conjurar y aprovechar el error es mediante la planificación, porque sabemos que el éxito no se improvisa. No siempre acertamos, pero siempre aprendemos. Cuando los resultados no son los esperados, cambiamos, porque el error activa la neuroplasticidad, la curiosidad sobre las causas del fallo, realizamos ajustes, iteramos y retroalimentamos y el proceso se repite hasta que logramos lo buscado.
Muchas veces la realidad cambia —o la cambiamos— más rápido que el tiempo necesario para que la evolución haga los ajustes necesarios. Por ejemplo, en el Paleolítico nuestro cerebro nos indujo a ser oportunistas y glotones, en un entorno en el cual encontrar alimento era, al principio, más cuestión de suerte que de planificación. Al encontrar un árbol frutal, debíamos comer hasta el hartazgo, porque si no, era seguro que babuinos, chimpancés u otros humanos lo comerían antes de volver. Por eso tendemos a hartarnos cuando comemos.
Es un preprograma genético muy útil en el pasado, pero no tanto ahora cuando la disponibilidad es mucho más previsible y la conservación de alimentos es una realidad cotidiana.
Nuestra evolución diseñó para recordar lo necesario, olvidar lo prescindible. Si bien nuestro cerebro nos trajo hasta aquí y nos dispara hacia un futuro modelado por él mismo, seguimos siendo más efectivos en actuar sobre la naturaleza que en comprenderla y respetarla. La creencia de que la propia visión de la realidad es la única realidad es la más peligrosa de todas las ilusiones, dice Watzlawick, recordándonos que el sentido no está dado, sino producido. Hemos olvidado que somos parte de natura y violamos tercamente nuestro diseño biológico. Es hora de aprender, especialmente en Venezuela.
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