Fue una jornada marcada por la devoción, la gratitud y el orgullo de una nación que, tras años de oración y espera, ve consagrada la santidad de dos de sus hijos más ejemplares.
Desde tempranas horas, la capital se vistió de blanco, de flores y de plegarias. Las avenidas se convirtieron en caminos de luz donde resonaron cantos, oraciones y testimonios de fe.
Familias enteras, jóvenes, adultos mayores y niños se unieron en una sola voz para agradecer los favores recibidos, los milagros concedidos y la guía espiritual que estos santos han representado para generaciones enteras. Muchos aseguraron haber sentido su presencia en momentos de dificultad, como bálsamo en medio de la tormenta.
San José Gregorio, el médico de los pobres, símbolo de ciencia al servicio del prójimo, y la Madre Carmen, la religiosa de la obediencia silenciosa, ejemplo de humildad y entrega total a Dios, son ahora faros de espiritualidad para millones.
Su canonización no solo honra sus vidas, sino que también renueva la esperanza de un pueblo que encuentra en la fe un refugio ante las adversidades, una fuerza para seguir adelante y una razón para creer en el poder transformador del amor y la oración.