Opinión
Un sentir hecho de luminiscencia
Uno ya no viaja a lo turista, lo hace cruzando las sendas de los antiguos juglares, con el deseo de hallar emociones nuevas, polvo de secano y querencias furtivas
16 de julio de 2023
Opinión.- Estos días de mediados de julio se expande una canícula sofocante en España, y sobre ese fatigoso ardor, en diversas ciudades los termómetros alcanzan los 45 grados.

Mientras esa temperatura requema, los gorriones - siempre duros y resueltos - se han escondido en campanarios y en huecos de los monasterios repartidos sobre la tierra Ibérica , mientras las golondrinas de las rimas de Gustavo Adolfo Bécquer - esas que perpetúan los nombres de los enamorados – regresaron a la Península Ibérica entre enero y abril, atravesando el Sahara hasta llegar a las costas mediterráneas.

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En la Valencia de don Rodrigo Díaz de Vivar - el conocido como Cid Campeador -, líder castellano que llegó a dominar el Levante de la península a finales del siglo XI, cuando la temperatura sobrepasa los 30 grados, y no sopla el viento de poniente, a ese disparo de los termómetros lo llaman “ponentá”, y los añejos valencianos, al comentar su llegada, lo muestran como “un viento seco, caliente como la boca de un horno”.
Mejor retrato de ese calor difícilmente pueda enunciarse.

Aquí, en Valencia, al tenor de abandonar Caracas años hace, nosotros nos guarecemos sobre la arenilla del Saler colmada de pinos piñoneros, encinas, lentiscos, enebros, en cuyo rescoldo Vicente Blasco Ibáñez escribió una parte de su obra, mientras la otra la concibió en nuestra recordada América. En Estados Unidos, tras publicar “Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis” – entre otras obras - se convirtió en un best-seller de la época con fama universal, llevada incluso al cine.

A nosotros – mi esposa y mi persona - las costas caribeñas de los acaecimientos de Emilio Salgari, los poemas de Andrés Eloy Blanco con su “Canto a España”, unidos a los revoltosos “Angelitos negros” del cubano Antonio Machín, nos hicieron tener una morada en el pliego refulgente de los dominios caraqueños.

En los primeros años de nuestra llegada a Isla Margarita, y encallados en Porlamar, durante una noche bajo los mágicos ritos de los babalaos, un sacerdote Orunmi, sobre la arena de la playa de Bellavista, a la luz de una hoguera, me habló de Nicolás Guillen, y con sus palabras, el Caribe de la negritud penetró igual a ballesta inflamada en nuestra piel:

“Para hacer esta muralla, / tráigame todas las manos: / los negros, sus manos negras,/ los blancos, sus manos blancas.”

La reminiscencia y sus nostalgias regresan con cada relámpago sobre este otro mar océano de todos los sentimientos europeos posibles. Esa seducción la enuncia Arturo Pérez-Reverte, al haberlo cruzado todas las veces posibles al encuentro de sus portentosas columnas periodísticas:

“Me gusta el Mediterráneo porque para mí es navegar por la historia. Echas el ancla a la vista de un templo romano, buceas junto a un fragmento de ánfora fenicia, los dioses viven por aquí, se pueden ver esos atardeceres homéricos, es la felicidad.”

Sigue habiendo en esta orilla de todas las civilizaciones, al momento de escribir estos trazos, un ambiente de calor bochornoso, y ello nos lleva al recuerdo de las brisas caribeñas que refrescan y ayudan al encuentro con las reminiscencias.

Más allá, si uno pudiera cruzar el estrecho de Gibraltar y sus columnas de Hércules, llegaría al Caribe venezolano de mis evocaciones, con una brisa sabiendo a juncia, algo parecido a un nostálgico padecimiento recóndito.

Uno ya no viaja a lo turista, lo hace cruzando las sendas de los antiguos juglares, con el deseo de hallar emociones nuevas, polvo de secano y querencias furtivas. Tal vez ese piélago es un sentir hecho luminiscencia.

Años atrás, en estos recodos mediterráneos, comencé a escribir manojos de cartas con un anhelo huracanado. Ella – el amor - se había hecho mujer. Entre los naranjales, sobre las flores de azahar, su infancia / niña se perdía, se hacía niebla. A la noche, con los vientos trasmontanos entre su pelo brillante como fragua encendida, miraba las estrellas, y yo iba enramando caracolas con sus senos redondos, dóciles, mientras mi sangre, convertida en emulsión cuajada, se fundía con la suya.

“Amor mío, si te vas, / cierra mi pecho con llave / porque hasta que tú no vengas / mi pecho ya no se abre”.

El cantar, entre luz de luciérnagas, con olor a mirtos, geranios y olivos, se embelesó de tal forma, que sentí que sería mía para siempre, y eso es otra historia de elegías sueltas y querencias dulcificadas sobre el amor.

Sobre la arena de aquella playa de Malvarrosa, pude conocer el sentimiento envuelto en ternura.

Los poetas que han seguido en sus rondas a Constantino Kavafis en Alejandría, han manifestado que existen tantas arrugas en la piel, que la lejana remembranza, mirando la serena quietud de los años idos, hace que aquel manojo de dudas y aprensiones que no cerraban interiormente, se haya evaporado sin dejar ningún añejo recuerdo.

Al presente – habiendo transcurrido considerables añadas en el camino de nuestra subsistencia - conseguimos aseverar que los pesares de los tiempos idos se han ido convirtiendo en un merecido olvido.

La existencia, esa esencia inestimable que nos lanza señales tan potentes como la luz, bajo las noches cubiertas de estrellas, es una señal irrefutable de que hemos vivido con todas sus consecuencias.

rnaranco@hotmail.com




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VÍA NT
FUENTE Rafael Del Naranco