Internacional
El niño del milagro: Así fue como sobrevivió de la caída de un avión en Libia
La tragedia ocurrió el 12 de mayo del 2010, en Trípoli, la capital libanesa
12 de mayo de 2025
Internacional.- Eran las 6:01 de la mañana del 12 de mayo de 2010, un avión descendía con normalidad. El vuelo 8U771 de Afriqiyah Airways, un Airbus A330-202 recién salido de Johannesburgo, se aproximaba al suelo libio como un ave sin sobresaltos cuando de pronto desapareció del radar. La alarma se disparó en la torre de control del aeropuerto.


Tras unos momentos de misterio se conoció que la nave se había estrellado. La aeronave, que transportaba 103 personas, no llegó a completar su maniobra de aterrizaje. Apenas unos metros antes del aterrizaje, en un tramo en apariencia seguro, el avión se precipitó y se desintegró en una franja de arbustos y polvo rojizo que rodea el perímetro sur de la terminal de la capital de Libia.

Cuando llegaron las autoridades pudieron ver como los cuerpos estaban calcinados, pasaportes chamuscados y butacas invertidas.

“Parecía una demolición planeada. No había estructura reconocible”, contó uno de los bomberos libios que llegó apenas siete minutos después del impacto. A esa hora, ya no se trataba de una operación de aterrizaje sino de un escenario de catástrofe total.

Noventa y dos pasajeros y once tripulantes murieron en el acto. La mayoría eran libios, sudafricanos y neerlandeses. Algunos volvían de vacaciones, otros, de un congreso médico y un grupo más regresaba tras asistir al Mundial juvenil en Sudáfrica; sin embargo, uno sobrevivió.

Tras largos minutos de busqueda un rescatista levantó un cuerpo de nueve años con vida. Llevaba una remera celeste, estaba cubierto de sangre seca y su pierna colgaba como si no tuviera huesos.

Tenía la mirada perdida, el rostro ennegrecido por el hollín y una pierna rota en al menos tres partes. El rescatista libio que lo cargó hasta la ambulancia juró después que el chico murmuraba en un idioma que no entendía, pero con una entonación que no se parecía al miedo.

Pronto se conoció que en el avión en el que viajaba con sus padres, Patrick y Trudy, y su hermano Enzo, de once. Todos volvían de unas vacaciones en Sudáfrica, un viaje soñado que la familia había planificado durante meses desde Tilburg, su ciudad en el sur de los Países Bajos.

Según reseño Infobae, el menor de edad estaba sin documentación, sin acompañantes, sin nombre, por lo que la cruz roja libia lo etiquetó como “niño sobreviviente” y lo aisló en una sala especial del hospital. Lo sedaron para operarlo de urgencia. Las primeras imágenes que circularon en medios internacionales lo mostraban con vendas blancas hasta la cintura, un brazo conectado a suero, y un pequeño oso de peluche colocado al borde de la cama.


Recién al día siguiente, gracias a la gestión consular los Países Bajos, lo identificaron. Era Ruben van Assouw, alumno de cuarto grado, amante de los rompecabezas, el fútbol y los animales. 

Apenas logró ser estabilizado, el niño fue trasladado a los Países Bajos, en un avión sanitario enviado por su país. Lo acompañó su tía, quien al verlo en la cama del hospital rompió en llanto. Ruben no preguntó por sus padres. 

El regreso fue silencioso. El niño del milagro de Trípoli, como lo llamaban ya los medios, aterrizó en Eindhoven rodeado de periodistas, pero no dijo una palabra. Lo esperaban las autoridades, su nueva familia, y un país entero que no sabía si llorar o celebrar.

Los medios hablaban de “milagro”, “destino”, “lección”. Usaban su nombre como titular. Repasaban el itinerario de sus vacaciones, reconstruían los últimos días en Sudáfrica, contaban qué había hecho la familia la tarde anterior al vuelo. Publicaban fotos de sus padres y de su hermano mayor. Todos muertos en el accidente.

La opinión pública se dividió. Algunos exigían silencio. Otros, más cínicos, discutían si el niño debía o no saber la verdad, si era ético ocultarle la muerte de sus padres, si sería conveniente o perjudicial para su recuperación emocional.

Los psicólogos del hospital no se pronunciaron. La consigna era una sola: cuidar su mente tanto como su cuerpo.

El silencio que rodeó su recuperación fue una decisión. Un escudo de su familia para protegerlo. En Tilburg, la ciudad donde había vivido toda su vida, los vecinos colocaron velas frente a su escuela. Una misa ecuménica llenó la iglesia principal. Los bancos vacíos de su aula fueron decorados con flores. Pero Ruben no volvió allí. Al menos, no de inmediato.

Un equipo de contención psicológica preparó cuidadosamente el entorno. Algunos de sus amigos escribieron cartas. Una maestra lo visitó en secreto. Todo fue planeado para protegerlo del ruido, de las cámaras, de las preguntas. Para que Ruben pudiera ser, por fin, un niño, y no un fenómeno mediático.
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VÍA Equipo de Redacción Notitarde
FUENTE Con información de infobae