El comentario reciente sobre Venezuela hecho por Trump no es política exterior. Es la expresión de una voluntad herida que, incapaz de aceptar el rechazo, busca compensación en el daño. Quien exige que un país «devuelva» su tierra y su petróleo no formula un argumento: confiesa un deseo. Y el deseo, cuando no encuentra satisfacción, se vuelve furia.
La voluntad como apropiación
La voluntad, enseñó Schopenhauer, no conoce justicia ni medida; quiere. Y cuando quiere desde el poder, confunde querer con derecho. De ahí la lógica del saqueo: si no me pertenece, entonces me ha sido arrebatado. La soberanía ajena no es un hecho; es un agravio personal.
Así se comprende la obsesión con «activos», «devoluciones», «control». El mundo aparece reducido a inventario. Los pueblos desaparecen. Queda el botín. Este no es el lenguaje de un estadista, sino el de un propietario frustrado.
El castigo como consuelo
Impedir la entrada y salida de barcos —presionar navieras, asustar aseguradoras, cerrar rutas— es un bloqueo naval de facto. No hace falta declararlo para que exista. Y su finalidad no es resolver nada, sino hacer sufrir. La voluntad contrariada encuentra alivio cuando provoca dolor: no porque gane, sino porque descarga.
El sufrimiento civil no es un accidente; es un medio. La asfixia económica no es una consecuencia; es el método. Quien actúa así no busca obediencia racional, busca sumisión emocional.
La voluntad débil grita. Se envuelve en superlativos, promete castigos totales, invoca fuerzas «históricas». La exageración no demuestra poder; lo delata. El poder que necesita describirse ya no confía en sí mismo.
Schopenhauer fue implacable con este tipo humano: cuanto más ruido hace, menos sustancia tiene. La fanfarronería es el maquillaje del vacío.
La mentira como respiración
Inventar categorías jurídicas, confundir Estado con «organización terrorista», falsear hechos verificables: no es torpeza ocasional, es mecanismo de defensa. La mentira protege a la voluntad de una verdad insoportable: que el mundo ya no responde.
Cuando el lenguaje se degrada, el pensamiento se ausenta. Y cuando el pensamiento se ausenta, la política se reduce a impulso.
Este discurso de Trump no anuncia fuerza. Anuncia decadencia. No revela liderazgo. Revela una voluntad incapaz de soportar el mundo tal como es y dispuesta a deformarlo a golpes cuando no se deja poseer.
Cuando la voluntad gobierna sin inteligencia, el resultado no es grandeza, sino ruina. Y la ruina empieza siempre por el mismo lugar: la incapacidad de aceptar el límite.
La historia no castiga a estas voluntades por maldad, sino por incomprensión. Creen que el mundo es suyo. Descubren, tarde, que no lo era.